Por: Diógenes Armando Pino Ávila
De niño conocí una mujer maravillosa, toda paz y dulzura, que siendo
madre soltera y en su condición de cabeza de hogar tuvo la envergadura y
fortaleza para criar sus ocho hijos, los crio a pulso, con su trabajo de
hornear almojábanas y galletas. Esta mujer amaba su familia hasta el
sacrificio, nunca tuvo una queja por sus penurias, afrontaba la vida y sus
dificultades con la dignidad que sólo los escogidos muestran. De sus labios
solo escuche palabras de cariño y del amor más limpio y puro que pueda profesar
persona alguna, jamás oí de su boca malas palabras. Sus labios siempre lucían
radiantes mostrando una dulce sonrisa que desarmaba cualquier travesura
infantil.
Nunca olvidaré de esta mujer bondadosa, uno de sus rasgos humanitarios
y de cortesía. Cuando llegaba una visita a la hora de comer y en la olla
hervían los alimentos exactos para alimentar a la familia, Ella en su bondad,
sin echar ni un grano más, multiplicaba esos escasos alimentos que hervían, y
los visitantes comían con nosotros la misma cantidad que acostumbrábamos a
comer en el día a día. Años después, siendo ella una anciana, descubrí su
secreto de la multiplicación de los peces, quedé asombrado de su bondad y
sentido de humanidad, el secreto era tan sencillo que no sé por qué no lo había
descubierto en mi infancia, sencillamente ese día Ella no comía, repartía su
comida entre todos para que no se notara mermada la ración familiar.
Recuerdo también otro de sus dones, ese que los religiosos llaman el
don de la sanidad. Cuando sus hijos se caían o golpeaban y llegaban a su regazo
llorando y quejándose del dolor, ponía en sus labios esa dulce sonrisa de hada
buena y en sus ojos maternales el brillo de ángel de la guarda, entonces
estrechaba entre sus brazos a su adolorido hijo, le besaba en las mejillas y
con dulzura recitaba el conjuro mágico que aliviaba cualquier dolor: «Sana, sana
colita de rana…», y por
ensalmo la causa del llanto desaparecía, y el niño repuesto del dolor podía
proseguir su juego.
Esta mujer tan ocupada, tenía o sacaba el tiempo suficiente para
reunir a sus hijos por las noches para revisar sus tareas y contarles historias
de la familia y del pueblo, reafirmando así la identidad y la unión familiar.
Por muy cansada que estuviera siempre sacaba el tiempo para hacer estas
reuniones de tareas y cuentos, y cuando ya todos estaban acostados, ella iba a
la cocina a poner en orden las ollas y los platos, luego pasaba revista por
toda la pequeña casa poniendo cada cosa en su lugar, en el orden que ella tenía determinado, solo después de esta
rutina se acostaba a descansar.
Recuerdo como si fuera hoy el día en que me dio una lección de
entereza y dignidad. Estaba disgustada, le habían puesto una queja sobre el
comportamiento de uno de sus hijos, y en el trasiego de la cocina doméstica,
tropezó con la pata de una mesa y cayó de rodillas al piso, corrí solícito a
darle la mano para ayudarla a levantar, Ella desde el suelo miró mi mano,
sonrió dulcemente y me dijo «Todavía no he aprendido a caerme, gracias, Dios
te bendiga» y se levantó por sus
propios medios con la dignidad de una reina, y sin una sola queja siguió
haciendo sus oficios; en ese entonces
esta mujer tenía cumplidos 72 o 74 años.
Esta mujer, que solo cursó segundo de primaria, tuvo un gesto de los
muchos que tuvo conmigo y que nunca olvidaré por lo relevante, ya que marcó mi
vida para siempre. Cuando cumplí los diez años me hizo un regalo, un regalo extraordinario:
me dio un libro, la versión infantil de Las Mil y Una Noche, era un libro con
ilustraciones maravillosas de hombres de turbantes y barbas pobladas que
navegaban por los aires en alfombras voladoras y otras imágenes que alborotaron
mí calenturienta imaginación infantil y me introdujeron en el laberinto
infinito de la lectura y de la escritura y desde entonces viajo al interior de
ese laberinto mágico cabalgando a lomo de libros descubriendo universos
fantásticos con que alimento mi espíritu.
Esta maravillosa mujer murió a la
edad de 92 años, de eso hace ya 6 y desde entonces y por siempre la recordaré
por su sonrisa, por su cariño, por sus consejos y por las enseñanzas de vida que
me prodigó. Amable lector, ya te habrás dado cuenta que hablaba de mi madre,
si, de Ella hablaba. Ahora te ruego, piensa en la tuya y eleva una oración a
Dios, agradeciendo el haberte premiado con una madre maravillosa.
¡Feliz día de las madres a todas
las madres del mundo!
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