Por: Diógenes Armando Pino Ávila
Los 50 años de guerra que ha
vivido Colombia ha dado como resultado que el vocabulario funesto del
exterminio se haya enriquecido al ritmo de la barbarie y de la muerte, pues en
esta Colombia de ahora, solo se habla de atentados, minas antipersonas,
tatucos, secuestros, bombardeos, muertes, masacres, y mutilados como si las
palabras que describen el horrendo espectáculo de la muerte fueran palabras
normales en nuestra cotidiana expresión.
Es tal la presencia del conflicto que nos parece normal una toma
guerrillera o una masacre, la cual la catalogamos de “sin importancia”,
“medianamente importante” o “importante” por el número de muerte que reporte,
sin que sintamos dolor de patria por los que caen, sean civiles, soldados,
policías, paramilitares o guerrilleros, sin sentir que los caídos en esencia
son colombianos, compatriotas nuestros.
Hemos perdido la sensibilidad
social a tal punto que involucramos en nuestro leguaje, sin vergüenza ninguna,
el dialecto de la desenfrenada confrontación armada y repetimos sin pudor
ninguno expresiones como: dados de baja, desertados, reinsertados, motosierras,
desmembrados, desaparecidos, falsos positivos, fosas comunes y emboscadas, como
si la tétrica realidad que vive nuestra patria a través de la guerra hubiera realizado
el trueque maligno, implantando esas palabras y sepultando bajo montañas de
cadáveres palabras como honradez, vida, trabajo, honestidad y tantas otras con
que nuestros mayores nos enseñaron a hablar para trasegar por la vida.
Pareciera que la lengua nuestra
se volviera cerrera y que a cada momento se encabritara desbocada por el
despeñadero tenebroso del salvajismo, pues nos suena a música palabras como: condecoraciones,
calificación de servicios, aviones, metrallas, fusiles, misiles, armas blancas,
armas de fuego, atracos, boleteos, paseos de la muerte, fleteos y demás, verbal
parafernalia de esta conflagración demencial, parece que el olor a pólvora
enervara nuestros instintos y el olor a muerte nos parece exquisita fragancia
que nos dopa en un viaje de locura a los inicios de hombre primitivo.
En esta locura de la beligerancia
que vivimos la palabra honor y moral toma significados diferentes, para los
civiles significa entre otras acepciones «Cualidad moral que lleva al
cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo» mientras que para los militares tiene una
significación muy ligada a la batalla y han manifestado su malestar por una
propaganda donde el presidente candidato le pregunta a unas madres «¿Usted
prestaría sus hijos para la guerra? » Con la palabra moral ocurre otro tanto similar
ya que escuchando a los generales en retiro manifiestan que la moral se le baja
a la tropa si se firma la paz, como si la moral se alimentara de la refriega.
Con El gobierno actual se pone
sobre el tapete el tema tabú de la guerra y de las víctimas, temática ésta que
los gobiernos anteriores no querían ni mencionar, ya que se ocupaban de
disertaciones semánticas sobre la confrontación contra la guerrilla y la paz,
primando el concepto de que en Colombia no había conflicto armado, soportando
esta falacia en el entendido de que si el gobierno lo mencionaba era reconocer
el estado de beligerancia de la guerrilla y por tanto darle un estatus
internacional de combatientes en un conflicto interno en el país. Lo anterior
era como si un paciente que recibe quimioterapia, sostuviera que la falta de
cabellos es producto del nuevo look rapado que quiere poner de moda, porque si
menciona la palabra quimioterapia es reconocer que tiene cáncer y si lo
reconoce la enfermedad avanza fuera de control.
Hoy por hoy se abre la
posibilidad real de firmar una paz negociada que permita que nuestros hijos y
nietos disfruten por fin de una Colombia en paz y que el pueblo colombiano
pueda de verdad viajar por las carreteras del país sin la zozobra de las pescas
milagrosas, de los atentados de la guerrilla o del riesgo de otros elementos
armados que también son agentes del conflicto.
Ante la disyuntiva de la paz o la
guerra creemos firmemente, ajenos al apasionamiento político, que el pueblo
colombiano debe tomar partido por la paz, para que podamos de aquí en adelante
vivir como sociedad civilizada lejos de la barbarie, apartados del salvajismo,
reconciliados entre nosotros, sin la desconfianza, sin el temor y sobre todo en
una Colombia próspera donde se pueda gestar otras expresiones afines a la paz y
la tranquilidad y donde podamos manifestar confiadamente nuestro pensamiento y
sentir sobre la problemática del país sin temor a retaliaciones de uno u otro
grupo. Dios permita que la paz sea una realidad.
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